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viernes, 2 de agosto de 2013

Un martes cualquiera

Una vez más en mi cabeza tenía lugar aquella batalla que tantas y tantas veces había acontecido con anterioridad.

Todos ellos se enfrentaban sin temor alguno al frío acero que sin piedad ni descanso iba eliminándolos a su paso una y otra vez. La mayoría perdían su vida ya que no tenían forma alguna de defenderse. La única arma de ataque de la que disponían era la superioridad numérica, siempre mermada durante contiendas como esta.

Ante combates tan desproporcionados, la idea de que con el paso del tiempo volverían a ser suficientes para futuras batallas era el consuelo necesario para crecer fuertes y seguir luchado por no desaparecer nunca por completo.

Todos y cada uno de ellos pretendían seguir existiendo por muchos años, combatiendo de esta forma por crecer en la más absoluta libertad y sin opresión alguna, y pese a que el afilado acero siempre volvía una y otra vez para cortar de raíz estas esperanzas, estos no cejaban en su empeño por seguir combatiendo por lo que de verdad creían: la libertad de crecer y desarrollarse a sus anchas sin impedimento alguno y de la forma que fuera, sin importar la apariencia que en su conjunto crearan de cara al exterior.

Todo esto sucedía en mi cabeza, con mi cuero cabelludo como campo de batalla, siempre que decidía que ya era hora de arreglarme un poco los pelos que tenía. La contienda duraba apenas 20 minutos desde que entraba en la peluquería. El acero cumplía con su trabajo como de costumbre, sin embargo y pese a que una y otra vez ganaba la batalla, la guerra no podía darse por vencida ya que con el paso del tiempo estos volverían a crecer, a fortalecerse y a estar dispuestos a desarrollarse en el campo de batalla.

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